• Por GLÁUCIA FOLEY
Jueza, Coordinadora del Programa de Justicia Comunitaria y miembro de la Asociación de Jueces por la Democracia.

A pesar de la ausencia absoluta de una política pública para la educación en Brasil –o, tal vez, precisamente por eso–, el Gobierno Federal propone la participación de miembros de las Fuerzas Armadas en la gestión disciplinaria y administrativa en escuelas públicas, para enfrentar la violencia escolar.
Todavía, el llamado Proyecto de Gestión Compartida – eufemismo de la militarización de la educación – representa un movimiento diametralmente opuesto a la deseada paz en las escuelas, que exige el desarrollo de la autonomía, fundamental para el ejercicio de la ética democrática.
El binomio vigilar y castigar, por su mediocridad, no es capaz de afrontar el complejo fenómeno de la violencia escolar. Solo el protagonismo de los sujetos y la ciudadanía participativa son capaces de reconstruir el tejido social, transformando espacios sociales fragmentados en espacios de cohesión social, cooperación y solidaridad.
Desde hace aproximadamente siete años, el Programa de Justicia Comunitaria del Distrito Federal en Brasil, a través del proyecto Voces de la Paz, trabaja en algunas escuelas públicas para colaborar con el proceso de construcción de paz en el contexto escolar.
La premisa adoptada por la justicia comunitaria es que, como la escuela reproduce las relaciones de poder de la sociedad, la violencia no se puede asociar a ningún segmento específico –en general, al joven estigmatizado– y la paz está visceralmente ligada al ejercicio de la democracia y la expresión de todas las voces que componen el universo escolar.
Voces de la Paz fomenta la adopción de dinámicas de diálogo que involucren a todos los miembros de la comunidad escolar, en una estructura horizontal, circular y recíproca. Para que estos círculos funcionen es necesario que todos tengan voz, que no exista un predominio de intereses de ningún grupo específico, ni de una mayoría de conveniencia. Es un espacio libre de toda coacción y juicio. Los resultados son inspiradores: cooperación proporcionada por el cambio en la relación entre estudiantes y profesorado, directivos y administradores; apertura de canales creativos de comunicación entre estudiantes que no interactuaban por no pertenecer a la misma tribu; participación directa en el presupuesto escolar; uso compartido y ecológico del patrimonio escolar; adopción en el ámbito familiar de los mecanismos pacificadores vividos en la escuela; participación en la elaboración de los valores y los principios que deben orientar la normas de convivencia escolar.
Cuando se adoptan mecanismos de resolución de conflictos basados en el diálogo democrático, que permitan reconocer y respetar todas las necesidades como las identidades, la disciplina –esencial en cualquier proceso educativo– no resulta del miedo, sino de la corresponsabilidad de cada uno para la construcción de un espacio seguro para la autonomía, la dignidad y el respeto. Y es natural que, en este proceso, los índices de violencia disminuyan, porque las voces, antes silenciosas, ya no necesitan gritar para ser escuchadas.
El desarrollo de la conciencia moral, como nos enseña Piaget, es el resultado de relaciones de cooperación. La educación para la libertad, la igualdad y la fraternidad implica el ejercicio de la autonomía y la corresponsabilidad. El significado que se le da a los contenidos aprendidos debe estar alineado con la experiencia democrática y ciudadana en el espacio escolar.
Para darle a la propuesta del gobierno un barniz democrático, hubo un voto para que la comunidad escolar se pronunciara. En algunos casos, una mayoría expresiva, formada básicamente por los padres de los alumnos, se unió al proyecto.
Desde la perspectiva de la mediación comunitaria, no nos corresponde a nosotros juzgar el resultado, sino preguntarnos: ¿Cuáles son los motivadores? ¿Cuáles son las necesidades que no se han satisfecho? La votación, sin embargo, no permite este tipo de preguntas. Se necesita mucho más. Para la práctica de la ciudadanía participativa, es necesario que la ciudadanía forme sus convicciones a través de un proceso reflexivo que involucre a las audiencias públicas, en el que los profesionales de la educación puedan plantear sus inquietudes a partir de sus experiencias y estudios científicos; los padres y las madres pueden expresar sus necesidades y los estudiantes escuchan y son escuchados. La elección vía votación no aclara mucho, aunque refleja la evidente dificultad de las familias ante los desafíos que implica la formación y educación de sus hijos en los tiempos actuales. Existe una evidente limitación de repertorio para hacer frente a los deseos contemporáneos.
Cuando el comportamiento ético depende de un sistema basado en la vigilancia y el castigo, la conciencia moral no se desarrolla. La ciudadanía –cuya dimensión más valiosa es la alteridad entre los seres humanos– no se construye obedeciendo ciegamente las normas, cumpliendo con las liturgias marciales y mediante el castigo como mecanismo de control de la conducta.
La ciudadanía resulta de una formación crítica – reflexiva, cuestionadora, inquieta – y debe permear todo el proceso educativo. No tiene sentido limitarlo al espacio de clases de las asignaturas de Moral y Civismo, cuyo método, en general, reproduce el enfoque formativo de la Superniñera que establece un rincón del pensamiento, asociando el pensamiento con un castigo castrador a realizarse en un espacio reducido y pasteurizado.
Además del aspecto conductual, el plan de gobierno también apunta a unificar identidades, a través de la estandarización de cortes de pelo: niños con pelo corto y niñas con cabellos atados. Elección de una estética consistente con el estándar ideológico dictado por la Ministro de Derechos Humanos del actual gobierno brasileño: Los niños visten de azul y las niñas de rosa.
Ante este genocidio de identidad, debemos preguntarnos: ¿Cuál será el castigo previsto para un joven que anhela expresar su identidad, tan singularmente construida, rechazando la estética oficial? ¿Cómo desarrollar la autonomía, la pluralidad y la libertad, cuando el espacio de las elecciones subjetivas da paso a la imposición monolítica del orden? ¿Cómo afirmar identidades –género, raza, clase– y aprender a defenderlas si siempre habrá un sensor que defina quién es (y quién no) ciudadano?
La violencia no se enfrenta a más violencia, sino a la construcción democrática de la paz. La paz implica mucho ruido y madurez política para lidiar con múltiples sonidos. Al fin y al cabo, como nos enseñó la genial banda musical O Rappa, la paz sin voz, no es paz, es miedo. [T]