• Por GLORIA NOVEL MARTÍ
Directora de Proyectos, Consultoría Internacional en Gestión de Conflictos y Mediación
Diálogos y Soluciones Corporativas, S.L

Me gusta observar a la gente en la calle, en los balcones de las casas, en los autobuses, en las plazas de los pueblos o ciudades. A veces me resulta cómico, otras veces tierno. En muchas ocasiones, me hace reflexionar sobre la vida y las relaciones. Me pone filosófica, algo que siempre digo que no va conmigo. Será que sí. El caso es que estas pequeñas cosas y relaciones cotidianas me llevan por este camino. Es como llevar un libro para leer, pero con sorpresas continuas y sin un final esperado. Vivir el presente, ver, oír y callar. Y aprender.
Confieso que, desde pequeña, tengo una afición secreta. Me paro a mirar con curiosidad paredes rotas, pintadas de colores, abiertas al mundo, restos de edificios en demolición. Mi imaginación me lleva a preguntarme sobre quienes vivieron allí, que vida llevaban, sus penas y alegrías, sus comidas y cenas. Contemplo esas paredes desgastadas por los tiempos y contratiempos, como portadoras de secretos y sabidurías, con nostalgia por estos pasados que quién sabe como fueron y para qué sirvieron. Es como –partiendo de algo roto– ir más allá, profundizar y sin juicio, comprender, valorar, apreciar lo que de bueno tiene y nos muestra la vida.
También me gusta la ropa tendida, en las azoteas, balcones, a veces en la misma calle. Son mis museos de arte cotidiano. Colecciono sus fotos. Me crea un amplio abanico de emociones y sorpresas. No importa que sea ropa bonita, limpia, blanca nuclear o medio sucia, rota y desgastada. Todas las variedades las encuentro, fascinantes. Me dan idea de quien vive en la casa, qué tipo de familia es, en qué trabajan, cómo se reparten las responsabilidades en el hogar… ¡tantas cosas! Es como entrar –con permiso– a conocer las intimidades de estos hogares, aprender a ver lo obvio y lo que no es tan obvio. Mirar la maravilla de las vidas –todas hermosas tal y como son– que generosamente se abren, abierta y confiadamente, para que podamos mirarlas, comprenderlas y honrarlas.
Reflexionando acerca de estas aficiones ocultas, me di cuenta de que, en los últimos años, había reenfocado este modo de mirar. Mi curiosidad inicial por esas vidas ajenas, se ha transformado con el tiempo. Ahora, veo lo mismo con otra mirada, con un profundo respeto, admiración, solidaridad y agradecimiento por tanta intimidad compartida. Y este modo de mirar en gran angular y largo alcance, ha sido abonado por la mediación y todo el trabajo que he podido desarrollar con las excelentes personas con las que he coincidido en esta profesión.
Trabajar como mediadora no es más que profesionalizar el arte de mirar al corazón del otro, para entender su proceso y su modo de ser y estar con él en el aquí y ahora, para ayudarle a que construya una vida exitosa. Es darle un lugar digno a lo que la otra persona es, piensa, siente y hace. Es ayudar a que las personas reescriban páginas del libro de su vida, con un final feliz en el modo que sea. Es partir de algo roto o descosido, para reconstruir una nueva historia de relaciones y situaciones. Es entrar en la intimidad del otro –con su permiso– para ayudarle a manifestar su brillo, como el ser de luz que es. Es crear las condiciones necesarias y suficientes que ayuden a las personas a tomar sus mejores decisiones. Es ayudarles a tender puentes de entendimiento para que, juntos, obtengan aquello que necesitan y legítimamente quieren. Es desaprender y reaprender en un círculo inacabable de experiencias de vida que vivimos a través de los otros. Quizás por esto y sólo quizás, los mediadores solemos ser personas en situación de mejora continua, como buenos seres humanos que somos.
Que bien que me gustara mirar y ensoñarme. Que bien que me guste ahora mirar, ver más allá de lo obvio y dignificar. Que bien que la vida y la mediación me hayan dado la oportunidad de vivir en modo de gran angular y largo alcance. ¡Gracias! [T]