NATHALIE NOECHWICZ
Mediadora del Poder Judicial desde 2009 y mediadora del Centro de Mediación Penal de Adolescentes.
Nos encanta hablar de la paz, pero mucho más de la violencia.
Con frecuencia escucho conversaciones sobre lo violenta que está la sociedad, lo agresivos que son los niños y niñas actualmente o lo irrespetuosos que son los jóvenes de hoy en día. Estas son observaciones de gran parte de los individuos acerca de sus sociedades con respecto a la paz, o mejor dicho, a la violencia. Como si hablaran de una sociedad de la que no fueran parte, como si fueran meros espectadores de una película, muy triste por cierto. Y como si nada pudieran hacer, más que disparar críticas o exigencias cruzadas al Estado, la escuela, la familia y a los jóvenes, creen que eso será suficiente para generar un cambio y así lograr ejercer el tan preciado derecho a la paz.
El derecho a la paz es un derecho humano, inherente a la persona humana, que pertenece a la categoría de los derechos de solidaridad. Hace referencia al derecho a gozar de la paz en el ámbito internacional como nacional, y se atribuye tanto a individuos como a pueblos, estados o colectivos. Por ser uno de los derechos emergentes (llamados de tercera generación) y en proceso de consolidación, su regulación aún se encuentra dentro de lo que se denomina el soft law o derecho blando, por lo que por el momento no contamos con mecanismos efectivos para su reclamo y reparación, por tanto, para su protección eficaz.
Hoy el Estado tiene la obligación moral de velar por la paz. Y hablamos de paz en su acepción más amplia. No solo en su dimensión tradicional negativa, como oposición a todo acto de violencia, conflicto o guerra, sino también en su dimensión positiva, que se funda en brindar las condiciones necesarias para lograr una paz sostenible, la integración de la sociedad humana, en palabras de Johan Galtung. Para ello es necesario desarrollar una cultura de paz, que implica sensibilizar y educar en valores basados en el respeto a la vida y los derechos humanos. Comprende, la posibilidad de generar espacios de diálogo y reflexión, potenciar habilidades para vivir en comunidad, capacitar en herramientas de comunicación y gestión constructiva de diferendos, así como de prevención temprana de conflictos para evitar situaciones de violencia. Supone la formación de ciudadanos activos y responsables para ejercer dichos derechos y deberes con autonomía, capaces de reparar y construir una sociedad integradora, con conciencia de comunidad.
Quienes formamos o somos facilitadores en procesos de construcción de consensos, comprobamos que esas instancias son una clara expresión del ejercicio del derecho a la paz, ya que el objetivo, en última instancia, es fomentar la concordia y oponernos a todo acto de violencia. Sin embargo, cada uno de nosotros, y más allá de nuestra labor, tenemos el poder de ejercerlo. Porque, los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo, porque nadie ignora todo, nadie lo sabe todo, parafraseando a Paulo Freire. Y en este sentido, todos podemos ser agentes de paz, enseñando con nuestro ejemplo, como padre o madre, a construir vínculos sanos y respetuosos; como empleados o empleadores, a fomentar instancias de aprendizaje en sociedades inteligentes y cooperativas; como actores de instituciones escolares, sanitarias o penitenciarias, a generar ambientes más armónicos y, en definitiva, a ser protagonistas del cambio que deseamos.
Concluiré afirmando que es innegable la necesidad de una regulación jurídica internacional del derecho a la paz como derecho humano, que lo reconozca de manera formal y favorezca su regulación en los derechos internos de cada nación para hacerlo exigible. No obstante, necesitamos algo más que una política pública que impulse una cultura de paz. Necesitamos discutir opciones, compartir métodos y prácticas, diseñar programas, evaluarlos y tal vez rediseñarlos. Lo que necesitamos, sobre todo, es ser más protagonistas y menos espectadores.